En el funeral

Cuento de mi libro: La voz en la mano.

Uno detrás de otro. Incluso llegaste a pensar que era una epidemia;hasta que recordaste aquella conversación de tus abuelos. Ellos decían que acontece un momento de la vida en que la gente que es contemporánea con uno comienza a morirse como por encargo de tres en tres, por lo menos. Parecía absurdo, pero cuadraba muy bien con lo que estaba pasando de un mes para acá.Primero Lidia, con su larga cabellera negra; joven, por lo menos para ti que casi rozas los 50.  Te dio la impresión de estar dormida en ese ridículo ataúd rosa viejo. ¿A quién se le ocurre –comentaste con Álvaro- enterrar a una mujer como ella en una caja así, como de Cenicienta? Nadie supo contestar. Seguro lo decidió un romántico. Por tu obcecada costumbre de encontrar un porqué para todo, la explicación más sencilla nunca se te ocurrió: que tal vez era el único disponible.

Una semana después, te sorprendió la noticia de que Rodrigo, aquel vivaz empresario, había decidido terminar con su vida. Ya se daban los rumores de sus pérdidas después de lo de las Torres Gemelas. Pero te pasmó porque su temperamento no presagiaba una medida tan drástica, tan cobarde, según sus propias opiniones en las tertulias de café y pan dulce. En su funeral te sentiste agobiada; te molestó el sol, el calor y la obvia incomodidad de familiares y amigos.  Luego, no supiste si sonreír o bajar la cabeza cuando el cura preguntó, en plena misa, de qué había muerto el difunto.

Siete días, exactamente siete días después, se murió Marta. El cáncer fue fulminante y devastador. Se ensañó con ella al punto de que casi no la reconociste cuando miraste su faz, esta vez no como dormida, en el féretro. Y pensaste que si era cierto lo que decían tus abuelos, entonces la mala racha de muertes y entierros había terminado. Ya iban tres.

Pero, como suele suceder con las imprecisiones y rebeldías humanas, que no obedecen a refranes, sugestiones o deseos escondidos, murió Alfonso. Ése te dolió aún más.  Era tu amigo de años y años, de risas y llantos, de viajes y encierros, de comidas y dietas. Lloraste en el servicio fúnebre tanto como en el de tu padre. Viste su rostro y sus grandes ojos mirándote desde las caritas serias de sus tres hijos. Qué vida desgraciada, musitaste entre dientes. Y lloraste lágrimas atrasadas de muertes viejas.

Ahora las cosas volvían a su lugar. Así como un río después de un desbordamiento fenomenal se calma y regresa a su cauce, las muertes se detuvieron. No te llegaron más noticias de lutos, pésames o carrozas en marcha lenta hacia el cementerio.

Por eso te deprime tener que estar una vez más aquí, en la misma iglesia, con la misma gente.  No deja de asombrarte la infinita capacidad del ser humano para obtener tantas variedades del morado y ponérselas todas en los funerales.  También hay amigos vestidos de negro, de blanco y de gris. Te divierte ver a Vilma de rojo; de ella no se podría esperar otra cosa; y no es sedición, es simple despiste.

Lo que más te llama la atención es ver a Ricardo. Tantos años amándolo y ahora está aquí, llorando en silencio. Se nota que él sí la amó. Si no fuera así, no se moverían convulsos sus hombros; sus ojos no denotarían el cansancio bermejo del llanto prolongado. Quieres acercártele, expresarle tu amor de siempre y decirle que te hubiera gustado que te amara así; con esa pasión que se observa contenida, pugnando por no salir a flote, por no denunciarse en público. ¡Qué afortunada ella!

Y tomas la determinación. Ahora que está parado frente a la urna, te vas a acercar y le vas a hablar después de tanto tiempo. Te conmueve la ternura de su gesto al pasar la mano por el féretro.  Lo llamas por su nombre, pero te ignora; no entiendes por qué no te contesta. Entonces miras hacia donde se concentra su mirada. Y te atrapa la sorpresa. Sí, es a ti a quien ve, a ti que yaces con tus párpados cerrados, a ti que no puedes mover tus manos que sostienen tu pequeña Biblia blanca.  Es a ti a quien le habla a través del cristal.

Erika Harris

Facundo Ponzziano

  Cuento de mi libro La voz en la mano

Tenía cara de nudillo artrítico: arrugada, deforme y protuberante. Sin embargo, no repelía, ni causaba repugnancia. Es más, los surcos horizontales debajo de sus ojos cansados, la sonrisa fácil, la dentadura perfecta y resplandeciente, ejercían una irresistible atracción.

Facundo Ponzziano. Hasta su nombre combinaba con su fama de individuo especial desde que era un crío.

Cuando lo mirabas, te daba la impresión de estar frente a alguien conocido, familiar, aunque nunca lo hubieras visto o hablado con él.

Facundo Ponzziano se dio cuenta de su insólita gracia o maldición, según variadas opiniones, a los escasos diez años. Su madre lo notó desde antes, cuando a los dos días de nacido lo escuchó reír  mientras ella reía  por una de las gracias de su hija mayor. Como cualquier hombre sensato, el padre le dijo que no, que no se había reído, que fue sólo un reflejo involuntario. Pero ella estaba segura, y el tiempo  le dio la razón.

Desde niño, Facundo Ponzziano absorbía las emociones ajenas; el júbilo, las tristezas, los enojos, los asombros. Las compartía, las asimilaba y se le enredaban en cuerpo y alma. Esto sucedía cuando las personas se encontraban por lo menos en un radio de dos metros cerca de él.

Para la gente de Villaciti, esta cualidad tan exclusiva fue al principio un suceso casi circense, al punto de que se acercaban al chiquillo sólo para ver cómo su carita se amoldaba a la conmoción circundante, casi siempre sorpresa acompañada de asombro  y alegría. Pero cuando descubrieron que Facundo Ponzziano no sólo proyectaba sus emociones, sino que se las quitaba, se quedaban prendadas de su piel, sus manos y su rostro de ángel y ellos se vaciaban de alma como licor que se decanta desde una bota de cuero, se fueron alejando de él; sobre todo, en las ocasiones felices de su existencia.

Pero algo aprendieron con rapidez: acercarse al niño, luego joven, luego adulto, cuando estaban tristes, enojados, con temor o angustia. Así, la cara feliz se fue transformando en esa faz marchita, agotada, mezcla de dolor y sonrisa perfecta.

La madre poco pudo hacer para protegerlo porque  los vecinos iban a encontrarlo a la salida de la escuela, lo buscaban en la iglesia, aprovechaban sus viajes en autobús;  lo cercaban día y  noche.  Juan Carlos Gómez, famoso por su carácter colérico, se le acercaba cuando estaba por pegarle a Marisol Argüelles, su concubina de cuatro años impetuosos. El enojo desaparecía como por encanto y apresaba a Facundo Ponzziano, dejándolo irascible, con el ceño fruncido y el corazón amargado.

La tristeza invernal de Julia Figueroa, se le impregnaba  cuando entraban las lluvias y él la rehuía por los rincones oscuros de las calles mojadas, pero ella lo acechaba tras el augusto ceibo del jardín de su casa. Y su alma se abatía hasta la muerte, ayunaba con malestar innombrable y lloraba con melancólica desilusión.  

El colmo era el Padre Arnoldo quien cada cierto tiempo, cuando las cuitas escuchadas en el confesionario doblaban su espalda, enlutaban su sonrisa, decepcionaban su esperanza o cimbraban su fe, mandaba llamar a Facundo Ponzziano, lo tomaba de la mano y le decía: – El buen Dios te puso para que compartieras mi carga.

Fue en uno de esos días de carga compartida con el cura, que Facundo Ponzziano se desmayó. Tenía ya 30 años y aparentaba 60 mal vividos. El médico fue rotundo: sus riñones estaban lastimados, su corazón arrítmico, sus articulaciones inflamadas por ansiedad, el cabello ralo y encanecido, y la piel reseca, proclive a la descamación. Lo más peligroso era el estado cardiaco, en cualquier momento podría tener un infarto, por la arritmia y la hipertensión.  

La mamá llorosa y el papá furibundo, buscaron la ayuda del alcalde de Villaciti. Se convenció a los pobladores  de que dejaran tranquilo a Facundo Ponzziano. A partir de entonces, la gente no se le acercaba tanto y mucho menos para tocarlo. Recuperó la salud. Al fin se podía apreciar su verdadera edad, su cara apuesta exhibió sus pocos años y sus muchas ilusiones.

Esto pasó en el tiempo en que conoció a Moraima Duque. Ella era preciosa. Su cabello negro, con el brillo del azul nocturno; su boca fresca; la piel de tersura casi púber; los ojos de profundidad inescrutable; la voz, sonido armonioso de flauta y violonchelo. La enamoró con los versos tristes de lluvia de José Ángel Buesa, con los sonetos de amor de Neruda, con los poemas excepcionales de Cortázar.  

La amaba porque ella era y tenía todo lo que él no. Facundo Ponzziano era callado, tímido, un tanto inseguro y desconfiado; Moraima Duque era arrolladora, segura, y controlaba todo lo que le concernía. 

Como ya nadie le traspasaba sus emociones, se sintió curado, se casó con ella, y se fueron de Villaciti a buscar una vida que Facundo Ponzziano presentía en un lugar lejano, donde no nacieran los niños con atributos nefastos que les cercenaran el ansia de vivir, las ganas de llorar y reír, el anhelo hasta por sufrir, pero por las penas propias.  

Dos años después regresaron al pueblo.  Los padres de Facundo Ponzziano prepararon una gran fiesta; alborozados porque su hijo había logrado ser feliz y regresaba para que conocieran a su nietecita.

Facundo Ponzziano fue recibido con genuino regocijo por los vecinos. La madre lo miraba anhelante y respiró tranquila cuando lo vio contento. Pero su alegría duró poco. Era un veneno de sangre. En la cara de la bebé asomaba aquel inconfundible rastro del nudillo.

Erika Harris / La voz en la mano / Editorial Signos, 2003

Lo esperado (Cuento)

De mi libro de cuentos La voz en la mano

Treinta y un veces marzo, treinta veces abril; sesenta y un días esperando por él. Le dijo que iba a llegar un día de esos, entre el inicio o el fin de esos meses.

Durante los sesenta y un días, tomó la costumbre de sentarse en la acera, a la orilla de la calle para estar allí y verlo aparecer; para no perder ni un segundo. La mente se le iba entonces por infinitos vericuetos de una memoria fresca, de tantos años de alegrías, tristezas, enojos, decepciones. Es como dijo aquel amigo suyo: lo malo y lo bueno de la vida es que es tan diaria.  

Recordaba la última noche que habían estado juntos viendo un partido de béisbol. Hasta en sus gustos se parecían.

— Me voy -le anunció que se marchaba-, este viaje es necesario, pero voy a regresar. No sé cuándo, pero algún día, como siempre lo hago.

La soda le supo amarga, el juego perdió interés y se lamentó por no haberle comentado sus planes. Una vez más le perdería y su temor de no recuperarlo volvió a angustiar su alma.

— No entiendo por qué tienes que irte así.  Por esa costumbre tuya de aparecer y desaparecer nos has ido perdiendo uno a uno –respondió con un dejo de frustración.

— Ya sabes que soy un espíritu libre.  Nunca he podido encerrarme en un solo lugar por mucho tiempo. Pero siempre podrás contar conmigo.

Y sin más explicaciones se fue otra vez.  ¡Qué duro! Ocho años sin verlo aunque sabía que los dos se querrían a pesar de todo.

Dos meses atrás lo localizó, lo llamó y le pidió que viniera. Era definitivo, su vida iba a cambiar, el padecimiento que le diagnosticaron era degenerativo; poco a poco iba a perder su capacidad no sólo para realizar las labores físicas más elementales, sino que su sistema nervioso, esa maravilla de neuronas que la hacían ver, amar, llorar, apreciar las orquídeas de su jardín; escuchar a los pajarillos bañarse en el pocito de agua que se formaba al pie del arbolito de limón que, por el sólo hecho de ser cobijo en el invierno para las aves de los cielos vecinos, valía la pena su espacio en la tierra; también se irían desgastando más rápido de lo usual hasta sumirla en un futuro de nieblas y silencio.

El médico no pudo darle fechas, sólo aproximaciones, ya sabe usted, que estas cosas varían según factores que influyen en el desarrollo de la condición. Y ella había pensado cómo se puede decir tan poco con tantas palabras. Por eso lo llamó. Le urgía tenerlo cerca; como en sus pesadillas, le daba miedo la oscuridad.

En la acera, en su mente febril, presa de la zozobra, del temor a la enfermedad, de la incertidumbre, estalló su risa en la memoria de su risa, su voz en la memoria de su voz, vio sus manos reflejadas en sus manos. 

Pero ya era treinta de abril, casi la medianoche, y no había llegado. Su alma se fue saturando de suspiros entrecortados, ni siquiera se convertían en auténtica respiración, sino que su cabeza estaba un tanto pesada; en su garganta se fue formando una bola invisible compuesta de angustia y agua salada, agua que se convertiría en lágrimas en sus ojos. No quiso mirar por enésima vez el reloj.

Se levantó, le dio la espalda a la calle y comenzó a caminar hacia la casa. En ese instante, a lo lejos, escuchó pasos; ese caminar característico la hizo girar en redondo. Corrió hacia él, sus lágrimas ya incontrolables, mezcla de alivio, regocijo y reproche, se desbordaron cual manantial inesperado en el desierto. El abrazo fue apretado, intenso; sus brazos colgando de su cuello, como antes; la misma fragancia, la misma sensación de seguridad. Era lo esperado, que él volviera, porque en los momentos más importantes de su vida, su padre siempre había estado con ella.

Erika Harris

Nos conviene perdonar

Erika Harris

Mucho se ha dicho sobre la influencia de las emociones en lo físico.  La condición de ser integral se observa en el hecho de que lo que nos sucede en el alma, el espíritu o el cuerpo tiene relevancia en todo lo que somos y hacemos.  Los agravios, ofensas y el daño que nos hacen otras personas afectan, generalmente, nuestros sentimientos; pero el no perdonar puede causar más estragos en nosotros que la ofensa original.

El perdonar se puede comprender como la acción de remitir, o anular, una ofensa, deuda o daño.  Es interesante reconocer el papel de la subjetividad  en la percepción de las ofensas; a veces sucede que la otra persona ha actuado sin intención de lastimarnos, pero interpretamos que sí El problema central con el perdonar es que lo asociamos con sentimientos; pensamos que tenemos que sentir el deseo de perdonar a nuestros ofensores.  Sin embargo, aunque suene gastado, es cierto que el perdón es un acto de nuestra volición, es decir, una decisión voluntaria.

No perdonar se acompaña de una espiral de emociones que, tarde o temprano, afecta todo en nuestra vida.  Nace el rencor, la ira y aun deseos de venganza contra el ofensor.  Además, estos sentimientos y actitudes negativas, también conducen a conductas que nos perjudican; por ejemplo, podemos tender a aislarnos para evitar encontrarnos con la persona o los lugares y circunstancias que nos la recuerdan.  Otras consecuencias de no perdonar incluyen el peligro de asumir una postura de víctima que lesione nuestra funcionalidad como personas; y, también, el surgimiento de lo que la Biblia denomina raíces de amargura que contaminan nuestro interior y también nuestras relaciones interpersonales.

Debe quedar claro que perdonar no implica la negación de la ofensa recibida.  Esta negación es simplemente otra cara, una más escondida, del rencor.  Es saludable reconocer que lo que ha acontecido nos ha lastimado y tratar de comprender por qué nos sentimos heridos.  Cuando analizamos lo sucedido nos abrimos a la posibilidad de encontrar que nuestra subjetividad tal vez nos ha llevado a interpretar un acto como una ofensa intencional cuando no ha sido así.  También necesitamos recordar que todos somos falibles y que la persona que nos ha hecho mal tiene sus propia historia de dolor, su propias características que han propiciado sus decisiones equivocadas.  Con esto no pretendo decir que hay que justificar la ofensa como tal, pero sí recordar que no hay persona perfecta, incluyéndonos a nosotros mismos.

La falta de perdón se encuentra en el centro de condiciones emocionales y físicas perturbadoras; es la raíz de problemas familiares que se suceden de una generación a otra; subyace debajo de conflictos comunitarios, sociales e, inclusive, internacionales.  El orgullo puede ser el gran obstáculo que nos impida ser libres a través del perdón.

El Señor Jesús habló mucho acerca del perdón como una acción importante no  sólo en el ofensor, sino en el ofendido.  Y es que el Señor, como conoce la naturaleza humana, sabe que nos quedamos atrapados en sentimientos destructivos cuando decidimos no renunciar al deseo de venganza contra la persona que nos ha herido.  

Aunque no olvidemos el agravio, ni sintamos una emoción básica que nos anime a perdonar, la decisión de hacerlo produce en nosotros una disminución de la carga emocional que traía consigo la ofensa y, por lo tanto, las consecuencias negativas van despareciendo.  

Se dice que cuando perdonamos logramos bienestar físico y psicológico, que nos sentimos mejor con nosotros y los demás.  Pero el perdonar también nos genera paz espiritual porque implica un paso de obediencia a Dios.  Él nos manda a perdonar así como Él nos perdona.

De ahora en adelante

Los traumas del pasado pesan. Es impresionante descubrir cómo las personas enfrentan su presente con lentitud de pasos cansados y miran hacia el futuro con temor e incertidumbre a causa de eventos de su historia pasada que se convierten en lastre, en sombra permanente de dolor.

¿A qué tipo de situaciones me refiero?  Pues, desde el terror de una infancia bajo el látigo del maltrato, hasta enfermedades o pérdidas o catástrofes; pasando tal vez por problemas que surgieron como consecuencia de acciones anteriores.  Todas estas pueden ser motivo en el presente de un peso invisible sobre la espalda que impide la sensación de vivir en libertad, la posibilidad de utilizar los talentos y recursos más que para sólo soñar: para hacer realidad ilusiones, para disfrutar la abundancia de vida que ha sido dispuesta para el ser humano.

No sólo las conductas y actitudes se ven afectadas por las situaciones traumáticas del ayer, sino también nuestras estructuras cognitivas y, aun, nuestra esencia espiritual.  Los problemas de  comportamiento se traducen en dificultades para funcionar de manera adaptativa en las diferentes áreas de nuestra cotidianidad, como el trabajo, los estudios, las relaciones interpersonales, etc.  Nos encontramos, por ejemplo, con jóvenes disfuncionales que reaccionan negativamente a la autoridad; mujeres que han sufrido maltrato y ahora se aferran patológicamente a relaciones que las denigran o las hacen codependientes.  O, también, hombres que tienen temor de atreverse a salir de la mediocridad por tener ideas de impotencia y poco valor.

La vida emocional se ve atrofiada por sentimientos ambivalentes de esperanza y desesperanza; por la aprensión creciente hacia las intenciones de los demás y hasta  las propias.  El incremento de la depresión, estrés postraumático y trastornos del estado del ánimo se relaciona estrechamente con experiencias pasadas teñidas de frustración y sufrimiento.

Los traumas del pasado también se enquistan en el cuerpo y la ciencia asocia en la actualidad muchas condiciones de enfermedad física con factores desencadenantes que tienen su origen en algún acontecimiento antiguo que ha dejado una huella en apariencia indeleble.

¿Se puede superar esto?  La respuesta debe ser un rotundo sí. 

Hay acciones que podemos tomar y que dependen básicamente d nosotros.  En primer lugar, enfrentar con objetividad, y tal vez algo de dureza, que nuestro pasado se ha convertido en un obstáculo y nos causa dolor.  Segundo, buscar ayuda; es decir, conversar con alguna persona que pueda tener un consejo sabio o tan sólo un oído atento.  Hablar, vaciar el alma puede ejercer una función liberadora.  Tercero, perdonar.  Perdonar a los victimarios del ayer o a nosotros  mismos por los errores cometidos.  Cuarto, tomar decisiones que impliquen un nuevo rumbo de conductas o actitudes; atreverse a emprender un mejor estilo de vida, caracterizado por la esperanza y el optimismo.  La mejor decisión es no vivir aferrada la mente y el corazón a un ayer que no sólo no volverá, sino que ya no tiene por qué afectar nuestro presente.

Una acción que le compete sólo a Dios es la sanidad total tanto del alma como del espíritu. Dios puede llegar allá donde la psicología y la buena voluntad se estancan: a la raíz donde se ha entronizado el temor, el rencor, las dudas y la desconfianza.  Se trata ahora de entregarle ese pasado.  Él dijo en Su palabra que echa tras sus espaldas nuestros pecados, que deshace como a nube nuestras rebeliones, trae gozo en lugar del luto.

Vivir en el pasado es una opción nada saludable.  Podemos, más bien, mirar el presente como un regalo divino y aprovechar cada día, cada momento como si fuera el último.  Podemos decidir que de ahora en adelante nuestra vida será diferente porque el ayer tiene un lugar no dominante en nuestro hoy.

En la montaña rusa

Recuerdo bien una experiencia que tuve a los 17 años.  Estaba visitando a unos amigos en México y se nos ocurrió ir al parque de diversiones.  Había estado conversando acerca de mi terror a las montañas rusas: esas serpientes de metal y plástico del tamaño de cualquier rascacielos.  Nos subimos unas cinco veces, según mis amigos para que se me quitara el miedo; pero no funcionó.  Cada curva, cada giro, cada subida y bajada en vertiginosa carrera, me llenaba no sólo de mariposas el estómago, sino que me sacudía de pavor.  No vencí el reto, pero me conformé cuando pensé que no era indispensable para vivir; es más, no era recomendable vivir en una montaña rusa.  Y tampoco lo es, si aplicamos la experiencia a nuestra vida diaria, vivir en una cadena de inestabilidades: subir y bajar, estar bien hoy y mal mañana.  En la vida se necesita estabilidad.

La inestabilidad puede observarse en muchas de nuestras acciones y actitudes.  Se nota en la gente que cambia de sentir o parecer según los estímulos externos.  También aparece en aquellas personas cuyas emociones fluctúan, sin razón orgánica aparente, y su estado de ánimo depende de lo bien o mal que les va. 

Otra faceta de la inestabilidad se ve en personas que se acostumbran a funcionar en los extremos y llegan a pensar, se convencen, de que es la única forma de disfrutar la vida.  Tal vez se nos ocurre que esto es común sólo en los ejecutivos o personas muy ocupadas, que manejan negocios o se dedican a labores extremas, como los deportistas.  Sin embargo, esto es más usual de lo que imaginamos y se puede encontrar esta tendencia  en cualquier persona.  Lo que caracteriza a estas no es el tipo de trabajo que se haga, sino los rasgos de personalidad combinados con las experiencias de vida.

Es muy importante comprender que la inestabilidad no tiene que ver con hacer las cosas de manera emocionante, sino más bien con inseguridad.  Los seres humanos vamos cimentando nuestra manera de ser en la seguridad que nos reflejan nuestros padres, o primeros cuidadores; en la identidad que sabemos tenemos porque somos seres intencionales, amados,  que pertenecemos a una familia, a un grupo social, a una patria.  Aprendemos nuestro ser y nuestro lugar en el mundo.  Cuando esto ocurre de forma saludable, crecemos sintiéndonos seguros, nos apreciamos a nosotros mismos y encontramos satisfacción en lo que somos y hacemos.

Por el contrario, cuando al crecer no se nos refleja este sentido de seguridad e identidad, podemos ir buscándola por todas partes.  Esto sucede en casos, por ejemplo, cuando el abuso durante la infancia distorsiona  el sentido de ser;  o cuando los niños atraviesan su infancia en un ambiente de cambios que no se les explica: mudanzas varias, cambios de escuela, divorcio de los padres, etc.  Una identidad fragmentada busca, indefectiblemente, encontrar una sensación de integridad, de plenitud.

Vivir en la montaña rusa es, entonces, experimentar la vida como una sucesión de inestabilidades internas, de sentimientos de inseguridad, de la necesidad de encontrar fuera de nosotros algo que nos haga sentir completos, con sentido de identidad y pertenencia.  De ahí la búsqueda; la constante demanda de la aprobación de otros; la inseguridad en las decisiones que se toma; la tendencia a que las emociones gobiernen el sentido; de ahí los cambios en la vida como una constante que nos deja una sensación de vacuidad, de insatisfacción y, muchas veces, de temor.

¿Qué se puede hacer para evitar la inestabilidad?  En primer lugar, y como siempre afirmamos, es menester reconocer si tenemos la tendencia a ser inestables: ¿Cambiamos de carrera con frecuencia? ¿Pasamos de una pareja a otra con extraordinaria facilidad? ¿Se nos cae el ánimo cuando la opinión de los demás nos es contraria? ¿Comenzamos proyectos con entusiasmo y los abandonamos? ¿Nos sentamos a hacer planes que nunca cumplimos? ¿Dependen nuestras decisiones de lo que otros aprueben? ¿Pensamos que la vida sólo tiene sentido si se vive en lo extremos? ¿Estamos siempre tan ocupados que ya no recordamos qué nos motiva?  Todo esto puede ser señal de que algo no funciona del todo bien en nuestra estabilidad.

Segundo, buscar ayuda, consejo sabio para aprender nuevos patrones de vida interior.  Hay que aceptar que no podemos cambiar lo que traemos de nuestro pasado que pudo haber provocado inseguridad y necesidad de encontrar estabilidad en lo externo. La vida interior es posible mejorarla  a través del aprendizaje y el apoyo de otros.  Sin embargo, hay que recordar que los cambios internos permanentes sólo puede realizarlos Dios por medio de la renovación espiritual de nuestro entendimiento.

A veces, cuando he estado en México, me pregunto si debo enfrentar la montaña rusa para demostrarme y demostrarle a mis amigos que ya perdí el miedo.  Pero no ha sido necesario.  Ya entendí que el sube y baja no es funcional en la vida, sólo en el parque de diversiones.

Más que real

Este es otro de mis cuentos publicado en La voz en la mano, 2003.

Más que real

Como llegó desde el alba, Diógenes pudo verlos a todos tomar su lugar, en jugada aleatoria, en silencio unos, con una sonrisa forzada otros; pero con la misma sensación de impotencia y temor; un temor que casi se podía tocar con la yema de los dedos. Eran compañeros de incertidumbre, alimentando entre ellos un sentimiento de solidaridad nacido de la angustia, de la expectación, con una mirada que  comunicaba pánico ante la posible aparición de la muerte.

Con esa paciencia de quien no tiene algo mejor que hacer, se entretuvo posando, sin disimulo, sus ojos de miel en cada uno, tratando de imaginar lo que pensaban, pues lo que les había llevado allí era obvio.  Igual que él, esperaban.  

La mujer del traje verde se sentó, después de saludar con cortesía no fingida, propia de una señora de buenas costumbres. No lograba enfocar su atención en lo que le rodeaba. Su mente, habituada a divagar entre el pasado y el presente, trataba de espantar los recuerdos que se desplegaban ante ella con insistencia:  el noviazgo, la luna de miel en aquella isla del Caribe, los años de enfermedad.  

Y se obligaba a volver al hoy, por breves momentos, a la inquisición de esos ojos claros en la esquina que la miraban con fijeza. Recorrió la sala de espera y desechó con rapidez la idea de morgue que se le vino. Total, ya era la quinta cirugía a que se sometía su esposo en ocho años.  Ya debía estar acostumbrada al olor a asepsia, a las batas blancas, a las voces casi mudas, a los pasos tenues; pero, no, no lograba encontrar solaz en lo conocido y menos en lo que no se puede conocer.

Maruquel Artiga fue la tercera en traspasar la puerta de vidrio. Buscó una silla cerca del ventanal, pues el calor, aunque el aparato de aire acondicionado funcionaba a toda capacidad, le parecía asfixiante. No se le ocurrió que eran ideas suyas. Sacó el libro de Salmos que había llevado y trató de leer. Fue el consejo que le dio su madre y ella siempre consideró importantes sus recomendaciones. Pero era inútil. Las letras se mezclaban unas con otras y formaban palabras nuevas, incoherentes, imposibles. Todas  se le antojaban un gran dedo índice acusador, amenazante. Todas  le decían que el accidente sobrevino por su culpa.  

Ella sabía, como sus hermanas, sus vecinos y su entorno inmediato, que su padre no debía arriesgarse a caminar por el jardín y menos en un día de lluvia. Justo como esta lluvia que comenzó a caer en el momento que ella racionalizaba el haberlo acompañado a cortar las rosas. Pero, ya había escampado. La tierra estaba mojada y su padre resbaló. A su edad, una fractura en la cadera, o en cualquier parte, implicaba un riesgo incalculable, tal como le indicó la voz fría e indolente del galeno.

Por lo menos, no la podrían acusar de no estar allí, esperando. Le molestó darse cuenta, de repente, que sólo ella estaba en la, ahora fría, sala del hospital; ni sus hermanas, ni sus vecinos; sólo ella aguardaba el resultado de la operación.

Trató de concentrarse en los Salmos, mientras la imagen de su mamá le rogaba que cuidara a su papá cuando ella muriera. ¿Sería un truco de su imaginación o le pareció que emergía un atisbo de reproche en sus palabras?

“Este debe vivir ocupado”, consideró  Diógenes en su juego mental cuando apareció  Wilson Díaz, con paso distraído, marcando frenético en un celular de última generación. No había que tener mucha inventiva para pensar eso de él. Sus ropas indicaban que era un ejecutivo o un empresario. Su camisa era blanca, impecable, y su corbata azul cobalto no resultaba chocante por la sobriedad del saco y el pantalón negros. Se sentó dos sillas después de la señora del traje verde, que cerrados sus párpados aparentaba dormir.

Wilson Díaz no dedicó ni cinco segundos de urbanidad a sus desconocidos compañeros y aplicó su pensamiento a la combinación de cálculo y astucia que le había llevado a ese lugar:  “Detesto los hospitales tanto como a la tacaña de mi jefa; pero fue una buena idea venir a velar para que su familia crea que soy un empleado abnegado y le contará de mi interés. Ya sólo falta un mes para la evaluación de desempeño y sé que esto me ganará puntos con la vieja”. Cierto que era una cirugía menor, sólo un lipoma en el brazo, y hasta su hijo dijo que llegaría más tarde, pero una de sus máximas era que en el amor, en la guerra y en la adulación, todo se vale.  

Volvió a ocuparse de su celular para practicar con total dedicación el juego que le enseñó su nueva secretaria. Era innegable que daba la impresión de ser un esforzado y exitoso hombre de negocios, consagrado hasta en un momento como ese a su trabajo.

En el fondo del salón, justo al lado de Diógenes, dos funcionarias atendían lo administrativo, ajenas a los pensamientos de las personas que aguardaban noticias. Ya estaban acostumbradas a las caras tristes, de angustia, esperanza y desesperanza de los familiares y amigos, y mientras les llegaba la información del personal de quirófanos, conversaban contentas de las ofertas de su almacén favorito y de las últimas peripecias con sus niños pequeños. Ni siquiera les parecía importante el hecho de que los que esperaban no sabían quién había entrado a cirugía o quién seguía en turno. Para ellas, era un día como otro.

Las horas marchaban con puntualidad inexorable y el silencio necesitaba con urgencia un descanso. Como si lo adivinara, Diógenes decidió aliviar la tensión y hacer un comentario para provocar el intercambio de opiniones.

-¡Cómo llueve hoy! – exclamó, y enseguida se reprendió por ser tan poco original.

Pero fue suficiente. Al unísono, como un dique que se desborda al tocar un botón, sus tres compañeros atropellaron sus voces.

-Es el clima más absurdo del mundo – comentó Maruquel. – Se supone que estamos en verano y no para de llover.

-Así sucede en el trópico – acuñó Wilson Díaz, con suficiencia. 

-Es la quinta operación que sufre en ocho años – espetó con voz suave la señora del traje verde-, los médicos dicen que esta es la última, que este bypass será el que corrija del todo el problema del corazón. Si ustedes lo hubieran conocido cuando recién nos casamos, hace ocho años; era un hombre joven, todavía lo es, aunque la enfermedad ha minado sus fuerzas, apuesto, lleno de sueños y de deseos de triunfar. Fuimos de luna de miel al Caribe y, al regresar, se manifestaron los primeros síntomas; y todo cambió. Pero yo he sabido mantener mi lugar y he estado con él, como repetimos en los votos: en las buenas y en las malas, en la salud y la enfermedad.

Regresó el silencio y Diógenes se arrepintió de haber abierto la boca. Nadie supo más que decir algunas palabras de consuelo a la señora de verde, que había retomado su mutismo un tanto avergonzada, como suele suceder cuando uno descubre mucho de sí ante extraños.

Un vendedor ambulante salvó el momento.  Galletas, dulces, chocolates, pastillas de menta y hasta lentes de sol, se ofrecían como un abanico de oportunidades. Maruquel optó por un chocolate, justificando ante su madre que las endorfinas liberadas por el manjar le ayudarían a mantener la calma.  Wilson Díaz escogió unos confites con forma de ositos; le recordaban su infancia cuando sus padres lo consentían y le repetían que sería alguien. La señora del traje verde no compró nada, todavía apenada ante los demás. Diógenes se aprovisionó con galletas, maníes y chicles. Aún faltaban acontecimientos.

-Los familiares de Ricardo Artiga –llamó una de las recepcionistas.

Maruquel se levantó a toda prisa y escuchó las buenas nuevas de que su padre ya estaba en la sala de recobro y que dentro de un par de horas podría verlo. Todo había salido bien y el doctor hablaría con ella más tarde.

Con sus cuarenta y cinco años, Maruquel no pudo evitar llorar como una niña. Se despidió de sus acompañantes con una sonrisa y salió agradeciendo a Dios y prometiéndose que cuidaría mejor de su papá. “No te preocupes más, mamá, no lo voy a dejar ni a sol ni a sombra”.

En lo alto de la pared que estaba frente a las sillas, la administración del hospital había colocado una televisión para entretener o serenar a los que esperaban. Lo irónico, por no decir estúpido, es que la mantenían encendida, pero sin volumen, como respetando el ambiente estéril del nosocomio. Esto cambió cuando Wilson Díaz, aburrido del celular, sin golosinas para comer y sin el mínimo deseo de enfrascarse en una conversación fútil con el joven de los ojos claros, que era el único hombre allí además de él, decidió ver algún noticiero internacional. Todos agradecieron, en secreto, la acción del joven arrogante, porque habían llegado ya al punto, clásico en esas situaciones, del tranque emocional.  No querían mirarse, ni hablar de sus problemas, ni criticar al hospital, médicos o gobierno.

El arribo del hijo de la jefa de Wilson Díaz coincidió con el anuncio a los familiares de Andrés Valle de que la cirugía había sido un éxito.  Estaba en cuidados intensivos para observación y el cardiólogo conversaría más tarde con ellos. La señora del traje verde recibió la noticia con emociones encontradas. Lloró con profusión, suspiró aliviada y, tal como le sucedió antes, se desbordó en un exabrupto verbal.

-Ahora sí, nadie me va impedir que lo deje y comience una nueva vida. Estoy cansada de medicinas, dietas, dolor, médicos, salas de espera.  He sido una buena esposa, he guardado todos los votos. Ya cumplí todas las promesas habladas, escritas y por escribir. Pero ya no más. Soy joven, tengo derecho a ser feliz, a alcanzar mis sueños.  Si salió bien de la operación, entonces que se busque a otra que lo cuide o que haga su vida solo. Ya está decidido, me voy.

Y dicho esto, se fue.

Surgió un incómodo silencio mientras se filtraba por las ventanas cerradas el reflejo del resplandor de un sol que disfrazado de lluvia anunciaba su pronta partida para dar paso a un nadir quieto, propicio para la espera.

Apenas le dio tiempo a Wilson Díaz para saludar al hijo de su jefa, con todas las demostraciones obligadas de apoyo y de caridad, cuando entró el Dr. Vega-Ayala. En todo el día, era la primera vez que un médico aparecía para dar información sobre un paciente de cirugía. Se acercó al hijo de la jefa y, con voz un tanto temblorosa, le explicó que su madre había sufrido una extraña reacción contraria a la anestesia, que esas cosas pasan con poca frecuencia, que intentaron por todos los medios, pero que no habían logrado estabilizarla y murió en la mesa de operaciones.

Wilson Díaz vio escaparse con el alma de su jefa, tal como se marchaba en ese instante su alterado hijo, su oportunidad de ascender en la compañía. Se lamentó de su suerte, pero con la prontitud propia de los ambiciosos que son, al mismo tiempo, torpes emocionales, salió detrás del hijo, con la brillante idea de que por ser el único, debía aprovechar el momento. Total, todo se vale.

Desde el alba hasta el atardecer. Ha sido un día productivo para Diógenes. Su decisión de ir al hospital y observar a las personas en la sala de espera dará excelentes resultados. Tenía material de sobra para su próxima novela. Sus nuevos personajes le arrancarían la vida a sus compañeros de hoy.  

Se levantó de su lugar en la esquina, tomó su maletín y caminó hacia la salida. Desde que combinaba su carrera de periodista con su verdadera pasión, la escritura, apostarse en lugares clave para ver y percibir a la gente se convirtió en una de sus estrategias para recopilar datos que le ayudaran no tanto en la trama como en la construcción de sus protagonistas. Hasta ahora le funcionó y cosechó frutos que le brindaban gran complacencia.  Sus dos primeras novelas eran del tipo light, historias un tanto simples, con personajes simpáticos siempre felices y finales de triunfos resonantes. La que se proponía escribir ahora la deseaba más dramática, más realista. 

Al fin en casa, después de un baño refrescante y una comida de microondas, decidió que estaba listo para escribir. Se sentó, abrió su libreta de apuntes y repasó sus anotaciones. Sin embargo, las imágenes de las caras, las lágrimas, la preocupación casi tangible en el ambiente del hospital, le provocaron una triste lasitud que comenzó a invadir su interior. Se preguntó de dónde o por qué surgía esa tristeza, esa sensación de desamparo. Y entonces reconoció que su libro jamás podría reflejar con exactitud las miserias, las bondades, la pequeñez y la grandeza humanas.

Kathryn Carmichael

Te sientas frente a la pantalla, tienes listos loa textos que conseguiste en la Biblioteca Nacional, a tu diestra está el mouse, y la pequeña mesa donde pones el agua y el termo con café. Estás preparada para la nueva aventura de tu heroína medieval. Es el período de la Historia que menos te gusta y no terminas de comprender cómo se te ocurrió ubicar a Kathryn Carmichael en la Inglaterra del siglo XII, como alumna disfrazada en la Universidad de Oxford, admiradora del lejano Francisco de Asís y estrella improbable de una Cruzada, todo esto oculta bajo ropas de hombre, por supuesto. ´Y te molesta que la comparen con Juana de Arco.- Claro, nunca pensaste que tu primera novela semi histórica tendría tanto éxito y que el clamor popular, el bolsillo de tu editor, mejor dicho, abogaría por una secuela. Así que ahora te toca rodearte de libros de época y tratar de inventar una historia verosímil, interesante y que diga algo más que solo narrar un acontecimiento. Tremendo desafío.

Kathryn Carmichael saltó el vado que inesperadas piedras ofrecían a sus pies cansados, agotados. Otra vez luchas contra tu tendencia a la rima en la prosa. Es gracioso porque nunca has servido para la poesía rimada y hete aquí, versos rimados en largos párrafos, cargados de sensiblería. Sí, tienes que ubicarte en el tiempo, la enciclopedia multimedia te puede ayudar, pero las cacofonías solo puedes cuidarlas tú misma.

El café te ayuda a mantenerte despierta; te presiona la fecha límite que te puso el editor y no sabes cómo lograr que los compañeros de lucha de esta mujer no se enteren de lo que oculta su armadura. ¿De qué está hecha la armadura? Otro dato para averiguar.

Y te estancas. El famoso bloqueo de los escritores. Miras la pantalla, revisas los libros de historia. Nada. Como los niños regresan al chupón para sentirse seguros, vuelves a tus favoritos. Casi puedes ver al Coronel Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento, o escuchar la risa de Pilar Ternera, imaginas reír hsta espantar las palomas. Recorres París con la Maga en su periplo existencial de emociones como las tuyas. Y no te falta Jane Austen o Javier Marías, ni Wilde, Kafka, Stendhal, Maupassant y Dumas. Pero tu pantalla sigue en blanco.

Kathryn Carmichael cruzó con un ágil salto. Como tu salto hacia la fama con una primera novela. Y te da tanto miedo que te salga un segundo betseller. Ya sabes lo que vana decir. Fue suerte, el éxito depende mucho del mercadeo, de la publicidad, de los nombres detrás del nombre.

Kathryn Carmichael saltó las piedras del vado y cayó en un estrépito mudo sobre un tronco escondido entre el fango. No quieres volver al anonimato, pero tampoco quieres escribir solo para que mencionen tu nombre entre los autores más vendidos. Vender tu integridad de escritora sería caer en el fango de la ignominia. Debe haber un punto intermedio, te dices, mientras libas la cuarta taza de café y empiezas a sentir un nuevo vigor, no sabes si por la cafeína o porque te estás desbloqueando.

Los compañeros de armas de Kathryn Carmichael descubrieron que sus voz aguda no era la de un muchachito en desarrollo, sino de una mujer desarrollada y la queman en la hoguera de la traición y la herejía. Sí, seguro era una bruja que intentaba con sus hechizos conquistar a los hombres desde adentro y hacerlos perder su poder.

De hecho, era lo que en el fondeo pensaba Mauricio de ti. Le robaste su triunfo, era suya la oportunidad porque tenía más tiempo que tú escribiendo. ¿Cómo fue posible que surgieras a la fama antes que él? ¿Cómo pudo preferir romper esa relación de años, de sacrificios compartidos, de cuentos contados en silencio, solo porque una novela sobre una mujer vestida de hombre se convirtió en el boom literario del momento<‘

Pero, no. No tienes que dejar de ser tú para que él sea él. No mates a Kathryn Carmichael. Y te animas ya no por la bebida, sino por la adrenalina que ls palabras producen en tus dedos y los haces hablar.

Te acomodas en tu silla, abres un libro, tomas un poco de agua, borrar el última el último párrafo y se suelta la historia que tenías atrapada entre miedos, soledades y espeanzas.

Kathryn Carmichael cruzó con seguridad el vado que improvisó con las piedras que hizo que sus compañeros de arms cargaran desde el otro lado del rio

Este cuento aparece en mi libro La voz en la mano, publicado por Editorial Signos en el 2003, Panamá.

Erika Harris

Con los pies en la tierra

Esta es una expresión muy coloquial que usamos para decir que se vive ubicado en la realidad. Sin embargo,  en estos tiempos influenciados por la fantasía y los reality shows (género televisivo que muestra lo que le ocurre a personas reales)  no es tan fácil dilucidar cuál es la realidad en la que debemos vivir. Vivir con los pies en la tierra es útil para afrontar la vida como viene,  no sólo para buscar que la vida nos trate bien, sino para nosotros tratarla correctamente.

Vivir con los pies en la tierra tiene implícito un elemento pragmático, es decir, la capacidad de analizar el entorno, las situaciones y cuáles son las actitudes o conductas más adecuadas para el momento; y actuar conforme a ello. Existen personas que consideran lo pragmático como una manera muy fría, desapasionada y, por lo tanto, simple de ver la vida. Igualan vida con emociones y sienten que tener los pies en la tierra les roba espontaneidad y pasión.  Hay otras, por otro lado, que necesitan sentir que controlan cada aspecto de su existencia para no ser sorprendidos por eventos que les provoquen inestabilidad.

Los soñadores, por llamarlos de algún modo, suelen disfrutar de sus tendencias artísticas y bohemias; mientras que las personas prácticas muchas veces sostienen que quien triunfa en la vida es quien logra planificarla y seguir al pie de la letra todo lo que  organizan.

Uno de mis recuerdos más divertidos de la infancia son mis sueños o las fantasías sobre mi futuro en las que solía divagar. Soñaba con tres grandes hazañas: ser la primera mujer estrella de un famoso equipo de béisbol de las grandes ligas. Soñaba con ser Miss Universo y, además, con ganar un premio Nobel en física nuclear. ¡Casi nada! Quienes me conocen son testigos de mi poca habilidad deportiva, de mi pequeña estatura que no me dejaría entrar en un concurso de belleza y, por último, la física es un fascinante e ininteligible rompecabezas para mis aptitudes más bien literarias. Pero, sí, todos tenemos sueños.

Y no es malo soñar, por el contrario es bueno creer y luchar con grandes cosas en la vida…pero sin perder de vista la realidad, sin dejar de tener los pies en la tierra. Quien deja de soñar puede sentirse muy frustrado ante la vida, pero quien sólo sueña y no logra enmarcar sus sueños en lo posible y lo realizable, también sentirá que su vida no logra satisfacción total.

Algunas ideas que se me ocurren para vivir con los pies en la tierra: conocerse a sí mismo- sea consciente de sus fortalezas, sus aptitudes, sus debilidades y limitaciones.- Crezca espiritual, emocional e intelectualmente. Conozca su entorno y los recursos que le ofrece. Propóngase metas que sean inteligentes, realizables y buenas, no sólo para usted, sino para quienes comparten sus afectos.

No se deje desmoralizar por los fracasos; piense que cada revés es una oportunidad para encontrar un nuevo o mejor propósito. No crea a las voces que le dicen que usted no puede lograr cosas buenas y grandes. Pero tampoco crea a las voces que le susurren que el éxito se consigue sin trabajo y dedicación.

No deje de soñar. Los sueños pueden cambiar conforme maduramos o nos enfrentamos a situaciones complicadas, pero la vida ha de vivirse con pasión. Ponga los pies sobre la tierra, pero enfoque sus ojos hacia arriba.

El salmista escribió que es necesario encomendar al Señor nuestro camino, deleitarnos en Su voluntad, confiar en Él para que veamos lo que Él puede hacer en y con nosotros. Mirar a Dios pone en nuestro corazón la perspectiva correcta: la vida en Él tiene un sentido de eternidad.

Soñemos, hagamos, seamos realistas, tengamos fe, elijamos la vida.

 

Terrores en la noche

No logro recordar por qué me sucedía, pero sí recuerdo la escena que se repitió muchas veces: después de varias horas, ¿minutos?, dormida algo me despertaba aterrorizada. Mi pequeño cuerpo reaccionaba a algo invisible, pero real, muy real, por lo menos para mi también pequeña mente. Y yo gritaba.

Era terror puro. Terror nocturno es como denomina la psicología a estos eventos que perturban el sueño, con pesadilla incluida, aunque no la recuerdes. Te aprisiona el miedo, se te ocurre que algo malo pasa o está a punto de suceder y, tal vez como yo, en tus gritos semi despierta o medio dormida, llamas a alguien.

En mi caso, mi voz de niña llamaba a mi padre. Resuena en mi memoria el alarido, sentada ya en la cama: ¡Papi! ¡Papi! Mi papá aparecía corriendo por el pasillo desde su recámara. Me hablaba, me calmaba, me aseguraba que todo estaba bien. Yo le creía, el terror se esfumaba, y me volvía dormir. Hasta la siguiente vez que el miedo me acosara desde una oscuridad sin origen, sin origen registrado en mis recuerdos.

Sé de muchos adultos con recuerdos, o niños sin ellos, que han acudido a consulta profesional para sacudirse el miedo, ese miedo que despierta en la noche. De hecho, siguen sumándose insomnes, pesadillas nocturnas, sonámbulos, y un largo etcétera de trastornos al dormir. ¿Cómo desaparecieron de mis noches? No lo sé, tampoco lo recuerdo. Han pasado tantos años y mi mente no levanta la huella inicial. Pero ya no grito de noche.

El gran avance en mi vida ocurrió cuando el lugar del miedo fue ocupado por un nuevo inquilino: el amor. La Biblia dice que Dios es amor, y que Su amor erradica el temor. #1 de Juan. Y no hay mejor descripción para mí que es. No hubiera podido vencer por mí misma esa sensación paralizante, esa angustia de ahogo, esa desesperanza.

Probablemente, algo muy feo me sucedió. ¿O tal vez el miedo se coló en mi mente a través de una historia ajena? ¿O por medio de imágenes de la televisión o cuentos de brujas? No sé, pero el miedo era real y sus efectos también.

Recibir de Dios consuelo, amor, esperanza, saber que Dios no necesita correr por un pasillo para garantizarme Su cuidado, sino que Él está conmigo, que Su presencia me cubre, me llena de paz. Ahora, cuando mi alma grita angustiada, no necesito que se enciendan las luces o cambien las circunstancias; mi seguridad no proviene de lo externo, proviene de Él. Y Él es inmutable, Roca segura, amparo y refugio, Amor perfecto para mí.

Erika Harris